Sin embargo no he muerto, tengo la sensación de que no hay suficientes balas en el mundo para liquidarme. Pero Tánatos está al acecho.
No veo más que alusiones e ilusiones en tus macabras líneas, puede que necesite darme por aludido, y que todo sea una alucinación de este enfermo de soledad.
Mi amarga obsesión me está volviendo loco, y también cuerdo. Me está colmando la cabeza de luminosos fuegos artificiales, y éstos me queman por dentro. Pero hace tiempo que aprendí a disfrutar de lo amargo; como el café, o el amor.
Amargo es el destino que nos aguarda a todos, el único destino cierto. Nuestra vida fluye hasta llegar al océano, y ahí ya no hay tiempo de rectificar. Sabiendo (o creyendo) esto, uno se da cuenta que hay personas que tienen más valor que cualquier tesoro.
Pues el tiempo es oro para el que no lo vive solo.
Siento despertar algo dentro de mí, algo que renace después de un largo sueño, o que renace justo al empezar a soñar, no estoy seguro. Ni puedo estarlo.
Puede que sea cosa de mi déspota imaginación, que disfruta viéndome volar entre las suaves nubes para verme estallar contra el frío suelo, aplastado por esa gravedad que nos une.
Que le den al destino, yo quiero hacer mi camino, o el tuyo.
El miedo sigue oprimiéndome, pero no me importa. Estoy listo para saltar al vacío.
Tiempo atrás, un pequeño mono
salió de una ostra marina en busca de aventuras. Pese a las
comodidades que había perdido al abandonar la vida subacuática,
nuestro amigo se acostumbró a la vida en el desierto, aprendió los
rituales que sus camaradas hacían; rituales estúpidos, palabras que
no dicen nada, miradas que hablan por sí solas, silencios incómodos,
sonrisas de hipocresía y sobretodo indiferencia. Tanto fue lo que
el pequeño mono tuvo que aprender que olvidó su querido refugio
submarino, y Babilonia se convirtió en su nuevo hogar.
En Babilón todas las puertas están
abiertas para el que tiene los bolsillos llenos, todas las caras
tienen una sonrisa si las monedas suenan, pero el pequeño mono no
quiere saber nada de monedas, pues él cree en las sonrisas de
verdad. Todo en el desierto parece de plástico si no lo miras con
buenos ojos, la presión es insoportable y los ojos de los buitres se
sienten clavados en la nuca como el gélido aliento de un depredador,
que espera sin prisa que su presa decida detenerse a descansar.
El mono decidió que ese no era el
tipo de vida que él quería, no quería quedarse estancado en un
barroco baile de máscaras que nunca termina, cuando alguien muere su
disfraz se recicla y la música sigue sonando, pues lo importante es
que nadie sospeche que ocurre algo. Y por eso volvió al mar, donde
sólo los peces pudieran influenciarlo.
El mar era diferente de cuando él
lo dejó, pues en él las ostras habían proliferado sin control,
tantas eran las conchas situadas en el fondo del mar que nuestro
compañero, desolado, no pudo encontrar su querida ostra natal.
No por eso se desesperó, decidió
buscar una ostra mejor, una ostra que le recordara cada vez que la
vida en el mar era mucho más satisfactoria que la vida en el
desierto, que lo protegiera del frío existencial del oceáno. Que lo
hiciera sentir vivo, y no manteniendo la vida. No tuvo que buscar mucho, pues un
precioso ejemplar le llamó la atención, Mono intentó acercarse, de
manera cordial y desenfadada, pues no quería asustar a nadie, Ostra
respondió al acercamiento de Mono, pero sin mostrar su interior,
sólo por un momento dejó entrever algo, algo con un brillo
blanquecino, impoluto. Una joya interior.